Nuestras ciudades se re-nombran, se re-definen, se auto bautizan con nuevos nombres y apodos sacados del argot popular, del vacile, de esa voz interior que un día ordena trastocarlo todo para salir del tedio. Barranquilla tiene hoy por lo menos cuatro formas de nombrarse; Cartagena al menos tres y a Santa Marta comenzamos a llamarla también de otra forma: La Samaria. Un nombre menos santo y más prosaico que suena a personaje callejero. La Samaria es una mujer hermosísima pero demacrada. Con unas ojeras que no logra disimular el maquillaje; las ropas finas pero raídas y la voz ronca de las fumadoras o de las mujeres que se han cansado de llorar. Tiene el pelo y las uñas sucias de carbón pero a ella no le importa; sigue recorriendo las calles con su risa fácil, su desparpajo y su mirada inteligente.
Si la identidad de Barranquilla es mestiza y la de Cartagena es afro la de Santa Marta parece ser indígena, pero no del todo, y no del todo blanca ni del todo negra, y su mestizaje es más con el cachaco que con los mismos pueblos del Caribe. Ahora le pone nombres indígenas a cuanto negocio abre, pero no conoce ni respeta la cosmogonía que esos nombres encarnan. Presiento que La Samaria ya no sabe quién es realmente.
Los forasteros que llevaban tiempo sin venir se sorprenden, agradados, con las obras que han hecho en el Centro: La remodelación del Parque Bolívar y el de los Novios, algunas zonas peatonales adoquinadas y la recuperación de algunos edificios. Qué bonita se ve, dicen, y así es, al menos en ese pedacito de ciudad. Sin embargo, una caminata nocturna por esas calles en este mes de temporada baja nos revela un paisaje poco menos que desolado. Son pocos los negocios que abren entre semana, la basura se riega en las aceras y en éstas se refugian también los habitantes de la calle.
Ya se sabe que cuando se invierte en cemento pero no en la gente, las obras no cumplen su cometido. Embellecer por fuera pero no por dentro es un sofisma de distracción porque más temprano que tarde la pobreza terminará arruinando las costosas inversiones.
Las aceras de la Quinta siguen invadidas de pequeñas chazas, puestos y hasta neveras de helado de las grandes marcas que roban luz del alumbrado público. Un caos total del que sacan ventaja los extorsionistas que explotan hasta al más humilde de los vendedores ambulantes.
Entonces regreso a las charlas que escuché de las historiadoras Adelaida Sourdis y Aline Helg, en el marco de la Expedición Padilla, sobre el Caribe de la Colonia, ese que justo antes de la Independencia se dividía en una sociedad de clases y castas pero trataba de construirse y de estar a tono con los vientos republicanos.
En esa época, por ejemplo, el viaje de Santa Marta a Cartagena tomaba seis días por tierra y uno por mar. Hoy el trayecto por mar toma 16 horas y por tierra solo tres.
El Caribe colonial estaba formado por pueblos de indios y sitios de blancos y lo gobernaban funcionarios de la corona. Los corregidores, contaba Adelaida Sourdis, no tenían sueldo pero estaban autorizados por la metrópoli para hacer negocios con los indios y criollos y obtener de allí los medios de subsistencia. Hoy los funcionarios tienen sueldo pero igual siguen haciendo negocios desde sus cargos para aumentar sus medios de subsistencia.
Y mientras Cartagena florecía La Samaria de ese entonces se convertía en una de las poblaciones más pobres del Virreinato. Fue quedando como un sitio de paso porque a la gente no le provocaba quedarse. No había gente para trabajar la tierra sino indios belicosos y piratas al acecho.
Hoy los campesinos están desplazados, los indios han decidido resistir de otras formas y los piratas tienen una nueva faz. Andan camuflados pero ahí están, saqueando la ciudad, robándole su alegría.
Patricia Iriarte
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