domingo, octubre 18, 2009

La ceiba y la memoria


Por Patricia Iriarte

La ceiba es el gran árbol de las sabanas y bosques secos tropicales, y todos los pueblos que han convivido con él lo han considerado sagrado. Así fue para los mayas, quienes creían que sus ramas permitían abrir los 13 cielos,y ciertas tribus de la Amazonia peruana conciben un universo formado por tres planos que se comunican a través de una ceiba.

Es el árbol mayor de Africa Occidental y en la mitología yoruba es la madre protectora de Orula, hermano de Changó, a quien Elegba enterró al pie de este árbol para salvarle la vida. Se le aprecia mucho en Asia por su flor algodonosa que proporciona las más suaves almohadas y cojines, porque en efecto, la isla de Java, Malasia, Filipinas e Indonesia comparten con nosotros algunas de las 48 especies de este género, siendo una de ellas la ceiba caribaea, que es, seguramente, la que se honra en Cuba y Puerto Rico, donde la han escogido como el árbol nacional.


Hago esta breve introducción botánica porque no es cualquiera el emblema que ha elegido Roberto Burgos para hablarnos del peso que tiene la memoria entre los hombres y mujeres que fueron desterrados o transterrados desde su patria africana hasta estas tierras a través de un mar hasta entonces desconocido que los enfermó, que se los tragó y que después los vomitó, ya destruidos, en una plaza de Cartagena.

Es desde la ceiba, como tótem de la cultura afroamericana, desde donde el escritor Burgos Cantor intenta remontar el olvido. A su copa se sube para mirar hacia atrás y traer al presente las palabras negadas. Es bajo sus raíces donde escarba para sacar la lengua de Benkos y de Analia Tu Bari. La lengua, enterrada como un “viejo cuchillo que se pudre y no corta.”

Porque la memoria, que aquí “se oxida y desaparece”, tragada por el coral, es el gran leit motiv de esta novela cuyo tema, sí, es la esclavitud, pero más allá de ella, es el oprobio ante el holocausto que el ser humano es capaz de orquestar para someter a otro ser humano, y que después olvida pero después quiere hacer recordar mediante escalofriantes artilugios de museo en un afán de escarmiento que llega a ser tan cruel como el holocausto mismo. Y este es uno de los aspectos del libro en el que quisiera detenerme, porque el autor no tendría necesidad, en apariencia, de introducir esa referencia a la tragedia del pueblo judío durante el régimen nazista teniendo ya en sus manos una historia tan poderosa y bien contada como la de Pedro Claver, el misionero de las negrerías.

Pero resulta que sí, que esa parábola que traza la visita de un profesor cartagenero al campo de Auschwitz y que al principio no encajamos muy bien como lectores, va encontrando su lugar en el relato. Las reflexiones de Roberto Antonio en ese lugar nos sitúan en el espacio y en el tiempo, nos hacen conscientes del vínculo entre esas dos injusticias históricas, y nos pone de presente la escala del horror con que se miden ambas.

Algo sucede –dice Roberto–: “siento que esta tragedia es de todos. Los edificios vacíos de humanidad y cargados de las huellas del sufrimiento entregan un símbolo terrible y premonitorio, el despojo de los seres humanos que allí fueron destruidos y la suma de angustias al desconocer el porqué del odio y el desconsuelo infinito cuando el silencio del oprobio continúa a pesar del desconcierto inocente: por qué me matas a mí. Suma escandalosa de preguntas que se perdieron en la devastación.”

La ceiba de la memoria es también un libro de viajes, de periplos históricos que al fin y al cabo se encuentran, a bordo de naves o de trenes que atraviesan en la noche el invierno. De viajes definitivos, sin retorno posible, que cambian para siempre o encuentran el curso del destino. Los viajeros, si, son Pedro Claver, Alonso de Sandoval, Thomas Bledsoe, Dominica de Orellana, Roberto Antonio… pero fueron también los millones de yolofos, bantúes, minas, congos, mandingas y carabalíes, no que vinieron, que los trajeron, como repite sin cesar Analia en su monólogo y como lo lamenta, sin cansancio, el invencible Benkos. Ellos hablan y gritan, susurran y se callan, y vemos cómo sangra su memoria de tanto añorar su tierra y sus orígenes.

En ese deseo desesperado de los esclavos por recordarle al otro y a sí mismos quiénes son y de dónde vienen, está también el intento desesperado de Bledsoe por darles la voz que la historia les negó. Como dice, ya cansado, en esa conmovedora carta final que le escribe desde Roma a Pedro, el amigo que encontró mientras buscaba al personaje:

“Yo, su corresponsal sin destinatario, soy un hombre que tiene una ilusión del pensamiento (...) pensé que el conocimiento del pasado (...) tendría que ver con las desgracias o felicidades del presente. Todo, Pedro, parece condenado a ser pasado. Entonces apenas la memoria nos mostrará el rumbo. Si la salvamos, por supuesto.”

Thomas no cree haberlo logrado, y en medio de su desconsuelo dice: “No he podido encontrar la voz de los esclavos. Esa voz se perdió. ¿Qué queda?” En efecto, el escritor dice haberse propuesto una tarea imposible pero “usted, Pedro, me ha mostrado el valor inmenso de lo inútil.”

Esto le escribe Thomas a Pedro, o quizás, se lo dice Roberto a sus lectores, pero no Roberto Antonio, el cartagenero que le enseñaba a Thomas a bailar ritmos caribeños, sino el otro Roberto, Burgos, el creador que se esconde en su otro ego. El escritor que, al parecer, ha adquirido “…esa forma de locura que consiste en volverse vocero del corazón ajeno.” En este caso, el de Pedro, pero también el de Analia Tu Bari, la que nos repite “Yo no vine, me trajeron”; y el de Benkos, con su grito de siglos; y el de Alonso, el fiel compañero de Pedro; y el de la española Dominica de Orellana, increíblemente atrevida para su tiempo; vocero incluso de un viejo lobo de mar llamado Alekos Basilio Laska, el marino que todo hombre lleva dentro, y en últimas, aunque no lo crea, vocero de un continente esclavizado y de una parte de la humanidad que todavía se resiste a la ignominia.

Pero Bledsoe dice que es inútil ser el vocero del corazón de otros hasta no conocer el propio. Y es eso lo que aprendió en ese viaje a la ceiba de la memoria: a conocer el suyo.

La Ceiba es, como ya está dicho, la gran novela colombiana sobre la esclavitud. Un libro conmovedor por su sinceridad, por su apuesta total, por la belleza que destila en sus descripciones, en sus diálogos, en sus reflexiones sobre el mar, sobre la ciudad, sobre la compasión de un hombre por sus semejantes, por su homenaje a la amistad, a la soledad, a la pasión y por supuesto y sobre todo, al Caribe; ese mundo de marismas, de papeles enmohecidos, de malecones indefensos, de arena azotando las ventanas, ese mundo donde hombres y mujeres reconstruyen su historia a la sombra de los árboles.


Texto leído en el marco del XXI Encuentro Nacional de Literatura, dedicado este año a la obra del escritor colombiano Roberto Burgos Cantor, y organizado por el Centro Cultural Cayena de la Universidad del Norte.


1 comentario:

  1. soramonte12:03 a.m.

    Excelente descripción de la obra La Ceiba y la Memoria, que invita indiscutiblemente a leerla. Flicitaciones por esa pluma. Soraya Bayuelo CCMMaL21

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