sábado, agosto 01, 2009

Nihtho Cecilio o la memoria del color


Desde que se inauguró su exposición “Tributo al color rojo. II parte”, en el Centro Cultural Comfamiliar, Nihtho Cecilio fue casi cada día a la galería y pasaba allí muchas horas. Uno de esos días fui con mi hija para ver la muestra con la calma que no permite el coctel de la primera noche, y ante mi sorpresa de encontrarlo allí, me contó la anécdota del pintor francés Pierre Bonnard, quien siendo ya famoso sobornaba a los vigilantes del museo donde estaba su obra, y pincel en mano se dedicaba a retocar sus lienzos. Me confesaba, de esa manera, que era un inconforme permanente con su obra y que al igual que Bonnard, pensaba que las pinturas nunca estaban del todo terminadas. De hecho, si algo caracteriza a este pintor en nuestro medio artístico es que trabaja en sus cuadros hasta último momento y esto quiere decir incluso cuando ya están colgados.

Sentados en el piso de la galería Nihtho Cecilio me cuenta, a su manera, sus inicios en la pintura. Y a su manera es con la importancia de los colores en los primeros años de su vida, allí en el Barrio Abajo: “Un lugar terriblemente hermoso, cuando la Tierra giraba a menor velocidad y la felicidad era nuestra compañera de juegos y las casas permanecían libres de rejas y el canto de las sirenas se escuchaba reciente y no había sido reemplazado por el llanto de las sirenas metálicas”. En ese barrio que todavía no lo abandona, recibió a los cinco años su bautizo de luz cuando el amarillo brillante que un congo llevaba en su vestido lo encandiló mientras jugaba con sus hermanos. Ataviado con su capa y con una muñeca en las manos, el congo se detuvo un momento frente a la puerta de su casa y esa imagen se quedó en él para siempre. Como se quedó el azul indefinible que otro personaje de fantasía, la marimonda, llevaba en su chaqueta el día en que se detuvo ante él y escondido tras la máscara, le guiñó el ojo. Era el tiempo en que las primeras comparsas de carnaval recorrían la Calle de la Felicidad, la misma que desde entonces también le da nombre al arroyo.

Y a propósito de nombres, no puedo evitar preguntarle de dónde viene su original apelativo y me cuenta que su nombre de pila (bautismal) es Alberto Enrique Escobar Ospino, pero su abuela lo llamó desde niño con el curioso nombre de un torero muerto en el ruedo, al que luego se agregó el de Cecilio, por un amigo que renegaba del suyo.

¿Desde cuándo pintor?
Desde los 7 años, sin que aún le mudaran todos sus dientes (“porque fui retardado dental”, dice con su jocosidad habitual), cuando, solo y a escondidas, se propuso aprender a dibujar para emular a sus hermanos mayores, quienes al principio no creyeron que él fuera el autor de dibujos tan perfectos. Tuvieron que verlo pintar delante de ellos para admitir que el menor de sus hermanos ya les aventajaba en este arte.

Cuando tenía 10 años, la lectura de un artículo sobre Vincent van Gogh en una revista Selecciones le acentuó la obsesión por la pintura y fue tan clara su vocación que se ganó el derecho a comenzar sus estudios de pintura en Bogotá. Luego volvió a Barranquilla para ingresar a la Escuela de Bellas Artes, donde se hizo maestro en artes plásticas.

Pero volvamos al color. De esa explosión cromática que es el carnaval de Barranquilla viene su atracción por el tema, que está presente en su obra desde 1982. En ese entonces le dijeron que pintar congos y toritos era lo más ordinario y chabacano que se le había podido ocurrir, pero él no se dejó amilanar y lo que hizo, a lo largo de estos años, fue integrar el carnaval y sus personajes a los otros temas que la vida va dictando: el desplazamiento, la violencia, la corrupción. Es así como ese desfile de marimondas, toritos, congos y disfrazados termina siendo el retrato de la sociedad toda, que no quiere enterarse a veces de lo que ocurre más allá del carnaval.

Junto al azul y al amarillo está el rojo, arraigado también en su memoria como la bandera roja de una danza, el rojo de una falda, el fuego de un incendio en su barrio y la sangre, que gotea desde siempre en su historia de hombre del Caribe, afrocolombiano y consciente de los dramas de su época. Esa mañana, junto a su obra “Tributo a los expulsados de la película” que simula una mancha de sangre en el piso derramándose desde una lata de película tricolor, Nihtho cuenta por qué desde el año pasado viene rindiéndole tributo al rojo con obras de gran formato que muestran marimondas ahogándose en la ciénaga, aguas teñidas de sangre y noches de miedo en las que la luna se refugia en los ranchos de los pescadores para huir de los asesinos.

“Fue en el año 1978 o 1979, en un conversatorio con Alvaro Barrios y otros pintores de la Escuela sobre la función del arte, cuando llegué a la conclusión de que esa función no podía ser solo estética sino también social, comprometida con una causa, y en este caso, el tributo al rojo es mi voz que se levanta contra el acto de matar, venga del extremo que venga”.

Detrás de estos cuadros sobre la masacre de Nueva Venecia, en la que el 22 de noviembre del año 2000 un comando paramilitar asesinó a 37 personas, hay una investigación


personal del artista sobre la comunidad de pescadores de la Ciénaga Grande, donde, asegura, por cuenta de los llamados “fresqueros” la esclavitud ha tomado nueva forma, en pleno siglo XXI. Pero esta preocupación social viene de tiempo atrás. Conmovido por la tragedia del desplazamiento forzado, el pintor barranquillero realizó en el 2005 la exposición “Tiempos difíciles”, en la que introduce en su obra el barquito de papel como elemento poético que habla de la fragilidad y el desamparo del desplazado en el mar de dificultades que su condición le impone.

En su próxima exposición, que veremos a comienzos del 2010, volverán con fuerza estos y otros temas plasmados en lienzos, instalaciones y pequeñas esculturas cargadas de denuncia e ironía, pero también de humor y de esperanza.

Nihtho es un artista en búsqueda incesante, y en ese afán la palabra es su aliada secreta. En su conversación la palabra es ya una bandera que ondea juguetona, ya un pez que se sumerge en el lenguaje para extraer de él sus posibilidades creativas. Lo cierto es que Nihtho anda siempre con un texto entre manos y asiste a un taller literario para pulir su escritura, de donde, si se obsesiona tanto como lo hizo con la pintura, quizás salga también un escritor de gran alcance.


Fotografías de Patricia Iriarte

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