jueves, enero 17, 2008

Plumas invitadas

Inauguramos esta sección con un relato inédito de la periodista venezolana Maye Primera Garcés, sobre un viaje al delta del Orinoco.


Viaje al fin del Delta

Maye Primera Garcés

En mi país los nombres se otorgan casi por el mismo acto reflejo por el que los niños warao llegan al mundo. Usnavy, como los barcos gringos. Esso, como las petroleras extranjeras. Yedoska, como la tragedia informática que acabaría con todos los pueblos menos con San Francisco de Guayo -donde hay una sola computadora y mucha televisión satelital. Maye, como mi apodo, que era novedad en el pueblo. Y Maye Medina, porque alguien debe haber decretado que los indígenas waraos usaran apellidos cristianos, aunque no tuvieran traducción posible en su lengua. Maye nació en el sector Buraco de San Francisco de Guayo, un día de marzo de 2003 que no supe precisar.
San Francisco de Guayo es un kilómetro cuadrado de tierra firme artificial que se extiende sobre el caño Osibukajunoko del Delta del Orinoco, labrado en la selva en 1941 para fundar allí una misión capuchina. Se llamó San Francisco, porque así lo quiso su fundador, en advocación a San Francisco de Asís. Y Guayo, por “aguayo”, nombre que le dan los waraos a un bagre, gris, pequeño y de largos bigotes que solía abundar en este trozo del río. La gran avenida de San Francisco es el Orinoco, que divide al pueblo en dos riberas y que al cabo de 25 kilómetros de navegación, desemboca en el océano Atlántico. Guayo tiene lo que pocos caseríos: una escuela, una iglesia, una comisaría, una medicatura y un generador de energía.
Gracias a su abundancia está poblado por tres tipos de gentes: los que, como Maye, nacieron allí, los que llegaron por lancha y los que fueron arrastrados hasta allá por un naufragio; entre todos suman mil doscientos habitantes.
Los palafitos con paredes y puertas de los “criollos” –de la maestra, del policía- están en el margen norte del pueblo; viven allí los que están en contacto más directo con el mundo y el país de afuera, no sólo porque están formados en un oficio sino porque están más cerca de la desembocadura del caño en el Atlántico, donde el cuerpo del delta se desmorona en el mar.
Al centro está todo cuanto le da noción de orden y conjunto al pueblo: la misión, la iglesia, la escuela, la comandancia de la policía, la cancha de basketball y los palafitos con paredes pero sin puertas de los waraos evangelizados. A diferencia de los criollos, estos indígenas comparten su fortuna con la comunidad: todos los días, a las 9:00, los dueños del palafito con televisor descorren la cortina de la sala para dejar ver la telenovela a las decenas de vecinos que se sientan afuera, en el puente que hace las veces de calle sobre la ciénaga.
El margen izquierdo lo habitan los indígenas que no han sido alcanzados por el evangelio, pero sí por la cumbia, por la harina de maíz precocida, las sardinas en lata y el ron. Sus palafitos no tienen paredes, como se acostumbra en la cultura warao, que es la cultura de los hombres y mujeres del agua. En una choza de doce metros cuadrados hay seis hamacas y viven diez. El palafito de Maye es uno de estos, pero está un poco más allá: a media hora en lancha rápida y a dos horas de tracción aplicadas sobre remos que llaman canaletes, en una zona aún más periférica de esta izquierda.
En cierto sentido, este es un pueblo horizontal.


2.
Una mujer morena, de pómulos prominentes y seis dedos en el pie no dejaba de mirarme. Se mecía en la hamaca, enterrando el meñique extra contra los troncos del piso para darse impulso. Y yo, en venganza, le miraba el dedo del pie, mientras esperaba que el enfermero que me llevó a Buraco para ayudarlo en la ronda antituberculosa terminara su trabajo. En eso estaba cuando llegó el lanchero gritando “Maye”. ¿Maye? Que es que le quieren poner tu nombre a una muchachita que nació esta semana y la mamá quiere que la veas.
Nadie nunca le había puesto mi nombre a nada. Ni a una sobrina ni a una ahijada. (Debe ser también porque no me llamo Maye sino Maryelina y porque, en cuanto pude, yo misma me cambié el nombre). Qué honor.
La niña tendría tres o cinco días de nacida, la madre unos veintitantos años de edad, y era su tercer nacimiento vivo de cinco partos. Acá el embarazo adolescente no existe, porque las mujeres son mujeres a los quince.
Dígale que le puse su nombre, le habrá dicho en warao la madre al enfermero, porque luego él tradujo, dice que le puso su nombre. Pero Maye no es un nombre, le dije. Y qué importa, volvió a traducir, ese es el que a ella la gusta. Comenzamos a entendernos, porque a mí también.

3.
Hay sólo dos formas de salir de aquí. O en el transporte de la alcaldía, que parte una vez a la semana siempre y cuando se llene el cupo mínimo de quince pasajeros. O por casualidad. En esta comunidad de mil doscientos habitantes, quince personas son poco más del uno por ciento de la población y ese uno por ciento sólo se anima a salir del pueblo una vez por mes. El tiempo estimado de navegación en el lanchón municipal hasta El Volcán -que es el puerto más cercano a Tucupita, la capital del estado- es de ocho horas y equivale a un vuelo Caracas-Madrid. En consecuencia, la casualidad es la línea fluvial que transporta a más pasajeros en todo el caño.
Después de una semana de espera, la casualidad me llegó a la medianoche del lunes. La instrucción que recibí del maestro suplente era que le preguntara a Comiquito: un hombrón de cincuenta y tantos años, grueso, que en aquel momento peleaba con una soldadura del dique que contenía el kilómetro de tierra artificial y al pueblo entero. Comiquito nació en Tucupita y fue maestro de la escuela de San Francisco, por culpa de un supervisor que le agarró ojeriza y quiso trasladarlo al fin del mundo. Después de diecinueve años de servicio, cuando el ministerio aprobó su jubilación, ya no quiso irse del pueblo y ahora trabaja como contratista de la dirección de Obras Públicas de la alcaldía. Disculpe, ¿es el señor comiquito?
El que se voltea es un moreno curtido, los bigotes de alambre, y lentes de pantalla azul celeste, decorados con discreto corazón de diamantes, que le protegían los ojos estrábicos de los chispazos del estaño. Es comiquito.
Salimos a las 11:30 de la noche del palafito en el que viví las últimas tres semanas. Y la memoria es tan benévola que no recuerdo el terror de subir sola a un lanchón que bajaba a medianoche por el Orinoco, tripulado por seis hombres desconocidos, además de Comiquito. Recuerdo sí, todo lo que me trajo la tranquilidad: que había una luna inmensa como una torta de casabe; que los lancheros indígenas tienen una noción exacta del curso de las corrientes y de la ubicación de los bajos, las piedras y los troncos que mi miopía nunca lograran ver; y que el sexto tripulante, sentado al fondo de la lancha, era el policía del pueblo que, más que infundir respeto por su rango, daba la impresión de ser un hombre inofensivo por los dos patos pichones que llevaba amarrados a una de sus botas. También era de Tucupita el policía; habían transcurrido tres meses desde que fue transferido a San Francisco de Guayo para combatir los crímenes más insólitos.
Una tarde le tocó investigar la desaparición de una cosecha entera de ocumo, el tubérculo sobre el que se basa la dieta del warao. El dueño del conuco remó seis horas desde su caserío hasta San Francisco para consignar la denuncia del robo. El policía, que no tiene lancha bajo su mando, consiguió un motor, cuarenta litros de gasolina y cuarenta de aceite; reunir todo, a precio de descuento, le costó unos 200 mil bolívares. Al llegar al caserío, el ladrón esperaba a la policía, bien vestido y calzado; confesó el delito y se subió a la lancha del policía sin que se lo ordenaran. En la mitad del camino, el policía comenzó a llenar su expediente: ¿Y cuántos kilos fue que te robaste? Veinte, mi teniente. ¿Cuánta plata es eso? A 100 bolívares el kilo, serán como dos mil bolívares, mi teniente. ¿Y por dos mil bolívares me hicieron venir hasta acá? Y terminó el ladrón: es que hacía mucho tiempo que no venía a San Francisco.
Me dormí sobre una nevera que Comiquito llevaba a Tucupita a reparar. A las 6:00 de la mañana me despertó la noticia de que nos quedamos sin gasolina y que llegaríamos a El Volcán río abajo, tan pronto como el Orinoco decidiera expulsarnos hacia allá. Al menos ya estamos de este lado y no nos pasó lo que a Juan, comentó el lanchero.
Juan es el capitán de los destrozos del barco varado en el muelle de San Francisco. Salió de pesca desde el Puerto Güiria y su bote naufragó en la desembocadura atlántica del Delta; una patrulla naval lo arrastró hasta este, que era el puerto más cercano. Cada vez que parte el transporte de la alcaldía, Juan se queda en el muelle esperando un repuesto que le traerán para reparar su bote y no volver nunca más. Ya es la segunda vez que Juan llega a San Francisco en semejantes circunstancias y las malas lenguas del pueblo dicen que ni siquiera se comerían un sancocho preparado con leña de ese barco. Toda su tripulación lo abandonó. El repuesto no llega. Y en esa espera ya han pasado seis años.

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