Como marcas en la brecha
Una historia de vida, la de Hernán Darío Correa
Por Patricia Iriarte
Como marcas en la brecha es una historia que comienza con una conversación
sobre los libros y termina en una conversación con los libros.
El preámbulo, titulado “Una
confesión al lector: los libros y la vida”, empieza narrando lo que podríamos
llamar la relación del autor con estos artefactos culturales. Libros guardados
en una caja guardada debajo de una cama sobre la que solía haber una toalla
extendida. Cajas como la de Alfonso Calderón, en la Universidad de Antioquia, o
las que se desbordaban desde un localito en una esquina de Bogotá, o la caja que
guardaba el abuelo debajo de su cama, en el asilo de ancianos.
Este nuevo libro de Hernán Darío
Correa narra un periplo vital íntimamente ligado a unas lecturas y por tanto, a
un acervo bibliográfico personal. Libros cuya disposición en los anaqueles llegaba
a revelarle, incluso, los cambios interiores. Libros cuidadosamente referenciados
con su casa editorial, año de publicación y color de la carátula. Libros como
personajes que dialogan. Libros vinculados a las mujeres que marcaron su vida. Libros
que también acusan, entre sus páginas, esas marcas en la brecha, como dice el
autor en el párrafo final del Preámbulo, donde bien resume el espíritu del
libro: “Marcas en la brecha de todos
estos años, en las portadillas o entre las páginas: Huellas de lo caminado, de
las sendas perdidas; cicatrices de los extravíos por los laberintos urbanos y
literarios de la lucha social, de la amistad y del amor…”
Lucha social, amistad y amor son, ciertamente, tres dimensiones que se
entrelazan a lo largo del relato, confirmando esa presencia permanente de lo
político, lo personal y lo familiar.
“Puentes hacia la infancia y la adolescencia, sendas recuperadas de una
biblioteca pletórica de marcas en la brecha, hecha memoria; páginas, letras y
anaqueles como cajas que apenas salen de debajo de la cama, y permanecen
abiertas.”
Hernán Darío Correa. Foto de Vanessa Reyes |
Es allí, en ese preámbulo
libresco, donde recuerda Hernán Darío una idea de Hermann Broch citada por
Burgos Cantor sobre la responsabilidad que tiene, quien llega a una edad
madura, de reflexionar sobre la relación con su tiempo. Esa es sin duda la
responsabilidad que Correa asume con la escritura de estas memorias, bellamente
editadas por El Peregrino Ediciones. Y es precisamente Burgos Cantor quien
resume de manera magistral el alcance de esta obra hilvanando al final de su
comentario una afirmación de Canetti: Es muchísimo lo que dormita en cada
hombre, pero no hay que despertarlo en vano. “Esta es su virtud”, dice Roberto
Burgos.
Las cuatro ciudades
En el primer capítulo el lector
se entera –y de qué manera- de que la infancia y la adolescencia del narrador
transcurrieron entre cuatro ciudades que ya desde los años 50 eran las
principales del país: Barranquilla, Cali, Medellín y Bogotá. Barranquilla, la
de la primera y feliz infancia; la segunda, la de las raíces familiares; Cali,
la de una adolescencia contrariada y Bogotá, esa ciudad donde su vida se
desdobla “como el ave maya de doble
mirada, el Kahuawil, hacia afuera y hacia adentro”: hacia las luchas
sociales y hacia la aventura interior. De este capítulo de las ciudades capturó
mi atención el relato de su amistad con Raúl Gómez Jattin, nacida al tenor de
su vinculación al grupo de teatro de la Universidad Externado de Colombia. Una
amistad sobre la que Hernán nos regala hermosos pasajes sobre los viajes que
hicieron juntos a la costa, y en especial a Cereté, cuando aún vivía Lola
Jattin, la madre del poeta.
“En la gira que hicimos por algunos pueblos de la costa, dormíamos en
hamacas y nos dábamos el lujo de hacer sonar a Serrat, Adamo, los Beatles o las
Cuatro Estaciones de Vivaldi cualquier mañana en esas playas desiertas llenas
de conchas y de enormes árboles derribados en lo profundo del Chocó y
arrastrados por el Atrato hasta las costas de Moñitos o San Bernardo del Viento…”
En esta parte del relato, que en
su conjunto adquiere el tono de una buena novela, me conmovió también su semblanza
de la casa materna en el barrio La Soledad, desde donde escribió este libro, y
que es a la vez el relato sobre su madre y su admirable capacidad para
adaptarse a los tiempos ensanchando aún más el ya amplio caserón para que
cupieran en él todos sus hijos con sus amigos y sus sueños.
A tientas por un país iluminado y sombrío
Salido ya del cascarón de la casa
materna, proceso gradual que se cumpliría en parte a bordo del Mercury verde de
su padre como “espacio intermedio entre la casa y el mundo”, el autor construye
su primera relación afectiva y se hace papá, al tiempo que irrumpe a tientas,
como él dice, en ese país iluminado y sombrío al que creía posible cambiar,
primero, desde las lides del movimiento estudiantil y luego desde la
construcción de una corriente política organizada como fueron las Ligas
Socialistas, a las que dedica buena parte de sus energías al tiempo que
prosigue con su itinerario de formación intelectual.
A estas alturas tenemos ya un
testimonio de excepción sobre los intentos revolucionarios de una generación
que le apostaba a la transformación del mundo desde los más variados caminos.
Desde propuestas civilistas y esencialmente democráticas, como las Ligas Socialistas,
con su manifiesto “Un mañana nace todos los días”, hasta la opción radical de
la lucha armada frente a la mezquindad de un bipartidismo que acaparaba el
poder.
Este capítulo, que abarca un poco
más de una década, finaliza con un acápite que Correa titula “Ante los oscuros
designios del narcotráfico, la delincuencia y la violencia”, en el que de
manera aguda y apoyándose en el texto de Darío Jaramillo Agudelo Cartas cruzadas, nos conduce y nos pone
frente a la cruda realidad de la forma como el narcotráfico se enquista en
todos los órdenes de la sociedad colombiana, comenzando por el lenguaje y
terminando con la conciencia, incluso, de no pocos militantes de la izquierda
revolucionaria.
Allí nos hace una síntesis
apretada pero eficaz de lo que ha significado para el país esta larga
convulsión del conflicto armado y nos comparte una reflexión contundente que invita
a enfocar la mirada en las élites dominantes antes que en el sectarismo y el
divisionismo de la izquierda como responsables de la debacle nacional de las
últimas décadas: “… cuando un balance de
fondo debería reconocer que detrás de cada uno y de todos los caminos
emprendidos por los diferentes empeños organizativos y políticos de las
izquierdas desde los años setenta, lo que ha habido son esos múltiples ensayos
para encontrar caminos alternativos a los oscuros designios de unas élites que
de su parte se la han jugado a fondo combinando las formas de lucha para que
nada cambie, aun a costa del envilecimiento de lo público, de la política y de
la democracia misma…”
Hacia el otro lado del espejo
Luego de un difícil periplo en el
que se han sucedido cismas tan dolorosos como la muerte de su hermana y de su
padre, el holocausto del Palacio de Justicia, la dispersión de las Ligas Socialistas
y la ruptura de su primera relación de pareja, el autor nos hace partícipes en
este capítulo final de uno de los más bellos procesos interiores que pueda
vivir un hombre de una treintena de años.
De nuevo inspirado por un libro,
esta vez Alicia en el país de las
maravillas, Hernán Darío Correa nos introduce en lo que sería un nuevo
cambio de piel y nos presenta a la mujer con la que vivió bajo el mismo techo
por 32 años: la antropóloga Socorro Vásquez. Con ella se abre otro mundo, y
como para Alicia fue la madriguera del conejo, para Hernán Darío fueron esas
otras dimensiones del país que aguardaban en territorios como La Guajira, la
Sierra Nevada de Santa Marta o la Amazonía, revelándole otras claves de país
desde el mundo indígena.
Al lado de Socorro Hernán Darío
logra entregar importantes aportes sobre el derecho de los pueblos indígenas,
como asesor del entonces Ministerio de Gobierno y luego, por varios años, como
asesor de la Dirección Nacional de Parques, ayudando al Estado a comprender y
respetar las lógicas de vida y producción de las comunidades indígenas en su
relación con el entorno.
“Y entonces pude por fin escribir
diversos textos a mis anchas”, dice el autor casi con alborozo, citando de uno
de los trabajos que salieron por entonces de su pluma, un pasaje verdaderamente
poético de su experiencia en el desierto de La Guajira:
“Delicados umbrales de sonido y movimiento. Y una extraña vivencia del
tiempo: el presente perpetuo. El pasado cristalizado, petrificado, la geología
desnuda. La luz, que remodela de modo permanente la arquitectura del mundo. Las
sombras navegando en el ancho mar del día. La sorprendente edad del cactus
columnar tocando la masa azul del cielo. (…) Sorprenden de nuevo la luz, la
quietud de las piedras, el viento. Damos el primer paso, entramos al desierto a
redescubrir la vida”[1].
Y así, desde el “fondo de la
madriguera del conejo, hacia el revés de la nación, de la política y de la
vida”, este memorioso lector y escribiente regresa, cerrando el periplo, a la
enorme casa de La Soledad, donde está su vieja, al recuerdo de los últimos
momentos de su hermano Fernando, al legado poético que éste, y la vida toda, le
ha dejado, y cierra estas memorias con poesía y pensamiento, dejándonos la
sensación de haber conocido a un ser humano que no ha pasado simplemente por su
tiempo, sino que lo ha labrado con asombro, con amor y con la paciencia de un
caminante, quizás de un cazador que a su
regreso reconoce sus marcas en la brecha, como reza el verso de Mutis en el
poema que sirve de epígrafe al libro.
El diálogo final es con
Heidegger, quien le dice: “… entonces el pensar tendrá que hablar poéticamente
desde el enigma del ser. El pensar trae la aurora de lo pensado a la proximidad
de lo que queda por pensar”. Y responde Hernán Darío: “Y por supuesto, por
hacer. Pero esa es ya otra historia.”
[1]
Fragmentos del epígrafe del libro Desiertos.
Zonas áridas y semiáridas de Colombia. Jorge Hernández Camacho y otros
autores. Diego Samper, fotografías. Bogotá. Banco de Occidente, 1995
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