Especial para Cantaclaro
Desde Colonia, Alemania
Pablo Castro*
es mi mejor amigo desde que fijé mi residencia en la ciudad de Colonia. Es un
adolescente dulce, callado y discreto, ha estado a mi lado protegiéndome y
cuidándome como el más solícito de los enfermeros durante una bronquitis, una
tosferina y una larga convalecencia en la cama fruto de un dolor en la columna
vertebral que durante siete meses me hizo revolcar de dolor.
Le conocí en mi primer curso de alemán. Al mes de estar estudiando el idioma me dejó tirada (apenas si sostengo una conversación básica) mientras él ya lo habla fluido y sin acento; además habla perfecto inglés, francés y holandés. Vamos juntos a los mismos grupos de meditación, tenemos el mismo concepto de Dios, de la vida y del mundo; nos curamos los chichones de la vida, nos aconsejamos y consentimos el uno al otro. En otras palabras, Pablo es mi pana, mi carnal, mi llave, mi uña y mugre.
Es además el perfecto compañero de compras, no se impacienta cuando me demoro probándome vestidos o camino de un lado al otro buscando ofertas de un euro.
Confío tanto en él, que sé que de faltar yo, un
hijo mío estará seguro a su lado, y no tengo problema en confiarle grandes
cantidades de dinero, pues su honestidad y rectitud moral están para mi más que
probadas. Alguna vez me subí al tren sin
pagar boleta, solo por una estación, y puso una cara de desaprobación que me
hizo sentir como la más vil de las cucarachas.Le conocí en mi primer curso de alemán. Al mes de estar estudiando el idioma me dejó tirada (apenas si sostengo una conversación básica) mientras él ya lo habla fluido y sin acento; además habla perfecto inglés, francés y holandés. Vamos juntos a los mismos grupos de meditación, tenemos el mismo concepto de Dios, de la vida y del mundo; nos curamos los chichones de la vida, nos aconsejamos y consentimos el uno al otro. En otras palabras, Pablo es mi pana, mi carnal, mi llave, mi uña y mugre.
Es además el perfecto compañero de compras, no se impacienta cuando me demoro probándome vestidos o camino de un lado al otro buscando ofertas de un euro.
Pablo y Viviana* su madre, quienes son colombianos y lucen un bellísimo color ébano en la piel, están viviendo una verdadera película de terror psicológico en estos días.
La señora, una negra exuberante, popular y simpática a quién conocí en las pasadas fiestas de año nuevo, se va a casar con Jurgen* un alemán residente en Colonia, quien firmó ante el Estado alemán todos los documentos y compromisos de rigor en los que consta de que ella es la mujer con la que desea pasar el resto de su vida.
El matrimonio se ha demorado porque Viviana nació en la selva, en la pura selva del Chocó, monte adentro, fue registrada a los 18 años en una ignota notaría que ya no existe y cuyos archivos reposan repartidos en diferentes oficinas en los alrededores de la ciudad portuaria de Buenaventura, sin orden ni concierto. Total, ha sido imposible a la fecha encontrar el registro civil, pese a que Viviana ha pagado, y me consta, montones de dinero a varias personas para que se desplacen a varias ciudades y nada.
Finalmente, después de muchas vueltas, conflictos, trepa que sube y negociaciones sin fin, se comprometieron con las autoridades de inmigración a salir rumbo a Colombia a buscar el bendito papel y así poder casarse con todas las de la ley.
Viviana y Jurgen ya alquilaron y registraron en Colonia la casa en la que vivirán, cómoda y fresca, la casa de sus sueños. Se gastaron una fortuna comprando muebles y electrodomésticos y se presentan reglamentariamente ante las autoridades de inmigración.
Hace dos días Viviana llega a mi casa angustiada a decirme que siete hombres les siguen a todas partes a ella y a su hijo, que les toman fotografías, que les escarban la basura.
Yo, que disfruto de su amistad hace solo tres meses, siento que conozco a esta mujer de toda la vida; he reído y llorado a su lado, dormido en su casa, comido en su mesa y compartido con ella mis sueños y mis angustias. Yo, que he sido acogida sin reservas por su dulzura y paciencia, no puedo entender que peligrosidad puede encarnar un ser cuyo acto más terrible es quemar las ollas cada vez que viene a mi casa a cocinar un delicioso arroz atollao.
Pero efectivamente la cosa es así. Salí de compras con Viviana y en una acera de Plaza Neumark una mujer atlética, rubia y con vestido deportivo se paró ante nosotros y sin ningún disimulo nos fotografió. Qué vergüenza.
Al llegar a Schildergase me mostró Viviana a un guapo chico con chaqueta color café, quien, me dijo, no la deja a sol ni a sombra desde la mañana. Luego fui con Pablo a comprar dulces al Aldi y dos hombres nos siguieron por los pasillos sin ningún disimulo y luego revisaron los estantes de los cuales tomamos las bolsas de dulce.
Y así durante toda la tarde la misma historia. Pablo, en el colmo de una legítima indignación, exclamó: “¡Esos de inteligencia no tienen nada, son unos brutos, con razón perdieron la guerra!”
Yo trato de tomarlo con humor pero en verdad estoy preocupada porque nadie entiende por qué la paranoia con ellos. Pienso que igual ya se van y la verdad, les insisto que no vuelvan, que se vayan para cualquier otro lado, que cualquier cosa es mejor que vivir así.
Pablo es tranquilo y ecuánime como un monje budista y toma las cosas con un humor que envidio, Jurgen se la mantiene trabajando en el campo y Viviana está tan afectada que me pide que la acompañe a todos lados porque tiene miedo de andar sola.
Ser colombiano es duro, lo sé. Esta es la prueba. Nos matan en nuestro país y nos tratan como criminales en el exterior.
En su caso, yo iría a los medios de comunicación y armaría un escándalo monumental, pero eso no es de buena suerte en la víspera de una boda, me dicen. Cuando se casen la vaina será a otro precio.
Así está la cosa, el Buen Estado Alemán está persiguiendo, vigilando, analizando de día y de noche, con toda su perspicacia, tecnología, estadísticas y aparatos de rastreo a una mujer suramericana, madre soltera, por el simple hecho de tener dinero, ser negra, venir de Colombia y tener la extraña “fortuna” de hacerse pareja de un alemán.
Si no estuviese viviendo el asunto en carne propia no tuviera consciencia de lo monstruoso del exabrupto.
Dada la crueldad y sevicia de nuestro conflicto interno, los colombianos deberíamos tener derecho al asilo automático, como en su momento lo tuvieron los chilenos, argentinos y uruguayos, pero eso no ocurrirá sencillamente porque para los dueños del mundo, el negocio es hacer de nosotros narcotraficantes, terroristas o putas, no seres humanos.
Post data: En un mes Viviana se casa (Dios mediante) en Colombia; espero que la fuerza moral le aguante hasta allá. Sean estas palabras un respaldo a su integridad, valor y entereza.
* Los nombres han sido cambiados.
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