jueves, julio 02, 2015

Reseña de unas memorias

Como marcas en la brecha
Una historia de vida, la de Hernán Darío Correa


Por Patricia Iriarte


Como marcas en la brecha es una historia que comienza con una conversación sobre los libros y termina en una conversación con los libros.

El preámbulo, titulado “Una confesión al lector: los libros y la vida”, empieza narrando lo que podríamos llamar la relación del autor con estos artefactos culturales. Libros guardados en una caja guardada debajo de una cama sobre la que solía haber una toalla extendida. Cajas como la de Alfonso Calderón, en la Universidad de Antioquia, o las que se desbordaban desde un localito en una esquina de Bogotá, o la caja que guardaba el abuelo debajo de su cama, en el asilo de ancianos.

Este nuevo libro de Hernán Darío Correa narra un periplo vital íntimamente ligado a unas lecturas y por tanto, a un acervo bibliográfico personal. Libros cuya disposición en los anaqueles llegaba a revelarle, incluso, los cambios interiores. Libros cuidadosamente referenciados con su casa editorial, año de publicación y color de la carátula. Libros como personajes que dialogan. Libros vinculados a las mujeres que marcaron su vida. Libros que también acusan, entre sus páginas, esas marcas en la brecha, como dice el autor en el párrafo final del Preámbulo, donde bien resume el espíritu del libro: “Marcas en la brecha de todos estos años, en las portadillas o entre las páginas: Huellas de lo caminado, de las sendas perdidas; cicatrices de los extravíos por los laberintos urbanos y literarios de la lucha social, de la amistad y del amor…”

Lucha social, amistad y amor son, ciertamente, tres dimensiones que se entrelazan a lo largo del relato, confirmando esa presencia permanente de lo político, lo personal y lo familiar.

Puentes hacia la infancia y la adolescencia, sendas recuperadas de una biblioteca pletórica de marcas en la brecha, hecha memoria; páginas, letras y anaqueles como cajas que apenas salen de debajo de la cama, y permanecen abiertas.”

Hernán Darío Correa. Foto de Vanessa Reyes
Es allí, en ese preámbulo libresco, donde recuerda Hernán Darío una idea de Hermann Broch citada por Burgos Cantor sobre la responsabilidad que tiene, quien llega a una edad madura, de reflexionar sobre la relación con su tiempo. Esa es sin duda la responsabilidad que Correa asume con la escritura de estas memorias, bellamente editadas por El Peregrino Ediciones. Y es precisamente Burgos Cantor quien resume de manera magistral el alcance de esta obra hilvanando al final de su comentario una afirmación de Canetti: Es muchísimo lo que dormita en cada hombre, pero no hay que despertarlo en vano. “Esta es su virtud”, dice Roberto Burgos.

Las cuatro ciudades
En el primer capítulo el lector se entera –y de qué manera- de que la infancia y la adolescencia del narrador transcurrieron entre cuatro ciudades que ya desde los años 50 eran las principales del país: Barranquilla, Cali, Medellín y Bogotá. Barranquilla, la de la primera y feliz infancia; la segunda, la de las raíces familiares; Cali, la de una adolescencia contrariada y Bogotá, esa ciudad donde su vida se desdobla “como el ave maya de doble mirada, el Kahuawil, hacia afuera y hacia adentro”: hacia las luchas sociales y hacia la aventura interior. De este capítulo de las ciudades capturó mi atención el relato de su amistad con Raúl Gómez Jattin, nacida al tenor de su vinculación al grupo de teatro de la Universidad Externado de Colombia. Una amistad sobre la que Hernán nos regala hermosos pasajes sobre los viajes que hicieron juntos a la costa, y en especial a Cereté, cuando aún vivía Lola Jattin, la madre del poeta.

“En la gira que hicimos por algunos pueblos de la costa, dormíamos en hamacas y nos dábamos el lujo de hacer sonar a Serrat, Adamo, los Beatles o las Cuatro Estaciones de Vivaldi cualquier mañana en esas playas desiertas llenas de conchas y de enormes árboles derribados en lo profundo del Chocó y arrastrados por el Atrato hasta las costas de Moñitos o San Bernardo del Viento…”

En esta parte del relato, que en su conjunto adquiere el tono de una buena novela, me conmovió también su semblanza de la casa materna en el barrio La Soledad, desde donde escribió este libro, y que es a la vez el relato sobre su madre y su admirable capacidad para adaptarse a los tiempos ensanchando aún más el ya amplio caserón para que cupieran en él todos sus hijos con sus amigos y sus sueños.

A tientas por un país iluminado y sombrío
Salido ya del cascarón de la casa materna, proceso gradual que se cumpliría en parte a bordo del Mercury verde de su padre como “espacio intermedio entre la casa y el mundo”, el autor construye su primera relación afectiva y se hace papá, al tiempo que irrumpe a tientas, como él dice, en ese país iluminado y sombrío al que creía posible cambiar, primero, desde las lides del movimiento estudiantil y luego desde la construcción de una corriente política organizada como fueron las Ligas Socialistas, a las que dedica buena parte de sus energías al tiempo que prosigue con su itinerario de formación intelectual.

A estas alturas tenemos ya un testimonio de excepción sobre los intentos revolucionarios de una generación que le apostaba a la transformación del mundo desde los más variados caminos. Desde propuestas civilistas y esencialmente democráticas, como las Ligas Socialistas, con su manifiesto “Un mañana nace todos los días”, hasta la opción radical de la lucha armada frente a la mezquindad de un bipartidismo que acaparaba el poder.

Este capítulo, que abarca un poco más de una década, finaliza con un acápite que Correa titula “Ante los oscuros designios del narcotráfico, la delincuencia y la violencia”, en el que de manera aguda y apoyándose en el texto de Darío Jaramillo Agudelo Cartas cruzadas, nos conduce y nos pone frente a la cruda realidad de la forma como el narcotráfico se enquista en todos los órdenes de la sociedad colombiana, comenzando por el lenguaje y terminando con la conciencia, incluso, de no pocos militantes de la izquierda revolucionaria.

Allí nos hace una síntesis apretada pero eficaz de lo que ha significado para el país esta larga convulsión del conflicto armado y nos comparte una reflexión contundente que invita a enfocar la mirada en las élites dominantes antes que en el sectarismo y el divisionismo de la izquierda como responsables de la debacle nacional de las últimas décadas: “… cuando un balance de fondo debería reconocer que detrás de cada uno y de todos los caminos emprendidos por los diferentes empeños organizativos y políticos de las izquierdas desde los años setenta, lo que ha habido son esos múltiples ensayos para encontrar caminos alternativos a los oscuros designios de unas élites que de su parte se la han jugado a fondo combinando las formas de lucha para que nada cambie, aun a costa del envilecimiento de lo público, de la política y de la democracia misma…”
 
Hacia el otro lado del espejo
Luego de un difícil periplo en el que se han sucedido cismas tan dolorosos como la muerte de su hermana y de su padre, el holocausto del Palacio de Justicia, la dispersión de las Ligas Socialistas y la ruptura de su primera relación de pareja, el autor nos hace partícipes en este capítulo final de uno de los más bellos procesos interiores que pueda vivir un hombre de una treintena de años.

De nuevo inspirado por un libro, esta vez Alicia en el país de las maravillas, Hernán Darío Correa nos introduce en lo que sería un nuevo cambio de piel y nos presenta a la mujer con la que vivió bajo el mismo techo por 32 años: la antropóloga Socorro Vásquez. Con ella se abre otro mundo, y como para Alicia fue la madriguera del conejo, para Hernán Darío fueron esas otras dimensiones del país que aguardaban en territorios como La Guajira, la Sierra Nevada de Santa Marta o la Amazonía, revelándole otras claves de país desde el mundo indígena.

Al lado de Socorro Hernán Darío logra entregar importantes aportes sobre el derecho de los pueblos indígenas, como asesor del entonces Ministerio de Gobierno y luego, por varios años, como asesor de la Dirección Nacional de Parques, ayudando al Estado a comprender y respetar las lógicas de vida y producción de las comunidades indígenas en su relación con el entorno.

“Y entonces pude por fin escribir diversos textos a mis anchas”, dice el autor casi con alborozo, citando de uno de los trabajos que salieron por entonces de su pluma, un pasaje verdaderamente poético de su experiencia en el desierto de La Guajira:

“Delicados umbrales de sonido y movimiento. Y una extraña vivencia del tiempo: el presente perpetuo. El pasado cristalizado, petrificado, la geología desnuda. La luz, que remodela de modo permanente la arquitectura del mundo. Las sombras navegando en el ancho mar del día. La sorprendente edad del cactus columnar tocando la masa azul del cielo. (…) Sorprenden de nuevo la luz, la quietud de las piedras, el viento. Damos el primer paso, entramos al desierto a redescubrir la vida”[1].

Y así, desde el “fondo de la madriguera del conejo, hacia el revés de la nación, de la política y de la vida”, este memorioso lector y escribiente regresa, cerrando el periplo, a la enorme casa de La Soledad, donde está su vieja, al recuerdo de los últimos momentos de su hermano Fernando, al legado poético que éste, y la vida toda, le ha dejado, y cierra estas memorias con poesía y pensamiento, dejándonos la sensación de haber conocido a un ser humano que no ha pasado simplemente por su tiempo, sino que lo ha labrado con asombro, con amor y con la paciencia de un caminante, quizás de un cazador que a su regreso reconoce sus marcas en la brecha, como reza el verso de Mutis en el poema que sirve de epígrafe al libro.

El diálogo final es con Heidegger, quien le dice: “… entonces el pensar tendrá que hablar poéticamente desde el enigma del ser. El pensar trae la aurora de lo pensado a la proximidad de lo que queda por pensar”. Y responde Hernán Darío: “Y por supuesto, por hacer. Pero esa es ya otra historia.”






[1] Fragmentos del epígrafe del libro Desiertos. Zonas áridas y semiáridas de Colombia. Jorge Hernández Camacho y otros autores. Diego Samper, fotografías. Bogotá. Banco de Occidente, 1995

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